LA CALLE DE LAS PIEDRAS

Por: Pedro Segrera Jaramillo

Después de todo éste desbarajuste del cambio de régimen, Santa Marta comienza a organizar con imprevistos su vida económica alrededor del comercio, puesto que no había nada que sembrar y menos que recoger, sin campos preparados y ni quien los hiciera. En la vecina provincia de la guajira, ya sus habitantes se habían iniciado en el contrabando que era ilegal. Ya de por sí los barcos piratas y negreros atestados de esclavos, también traían mercancías, tabaco, pieles, ropas, armas, municiones y telas que quitaban a los bajeles mercantes recién asaltados en altamar y como no se arriesgaban a regresar con las bodegas llenas, porque corrían el riesgo de zozobrar ante las tempestades, necesitando además tener los barcos livianos por si tropezaban las escoltas de la Armada Invencible, encargada de custodiar y proteger los buques mercante españoles.

Las embarcaciones se desviaban en la Punta de Gaira, porque allí el viento azotaba con demasiada furia, así que preferían arrimar hasta las bahías de Chengue, Guachaca, Concha y Cinto, negociando directamente machetes, hachuelas, armas y municiones con los indios. De aquí en adelante la truculencia del contrabando comenzó a prosperar y arrojaba pingues usufructos a los intervinientes. Los puertos reconocidos por los negociantes jamaiquinos, arubianos y curazaleños, eran en Mompox, Galerazamba, los Playones del rio grande de la Magdalena y las ensenadas de Dulcino y Gaira en Santa Marta, Taganga, Bahía Concha, Tamalameque y Tenerife. Distinguidos personajes de la ciudad se enriquecieron bajo el alero cómplice de los funcionarios, en una actividad dolosa pero atrincherada en la letra muerta de la ley. Más tarde empresas familiares se dedicaron a introducir café, whisky y cigarrillos al garete y en cantidades alarmantes, incluso tractores para trabajos agrícolas.  Muchos de ellos que a medrar empezaban, sobresaliendo con esa etiqueta fraudulenta de sus fortunas, organizaban suntuosas fiestas e incursionaron en la política, generándose así la corrupción electoral, que no se ha podido cercenar hasta nuestros días. Esta actividad clandestina, pero a plena luz del día, daba excelentes ganancias, habida cuenta que el monopolio de la compra del café estaba maniatada por la Federación de Cafeteros, a precios miserables y de gallina flaca, así que el negocio estaba en sacarlo de la Sierra Nevada atraves de Bahía Concha o del puerto samario, con la complicidad bien remunerada de la capitanía. Se fletaba en los barcos “William”, “Jaime Orlando”, “Coral” y las Lobas que constituían una flota compuesta de siete bongos de madera bautizados “loba madre” y otras seis más pequeñas, fondeadas en El Ancón. Con La maquinaria bien engrasada de los sobornos, sabían de antemano el horario de los retenes para que ingresaran los camiones sin sorpresas, o tejían versiones de apariciones del hombre sin cabeza o la llorona loca, para que los incautos parroquianos cerraran los postigos de sus ventanas a la prima noche. Ya en altamar, la complicidad de los telégrafos de la armada, les indicaban datos completos de las naves patrulleras encargadas de perseguirlos, anotándoles calibre de cañones, capacidad de motores y velocidad de cruceros, rutas a seguir y hasta números de marineros, a quienes emboscaban a mansalva y sobreseguro. Lo de ayer con lo de hoy, no es simple coincidencia.

Al aparecer la United Fruit Company que desarrolló indiscutiblemente a Santa Marta y Ciénaga, originó un movimiento portuario, que trajo a horcajadas la proliferación de burdeles y casas de lenocinio. Fueron famosas las de Guacamayal, con un ramillete importado de putas francesas y aquí se conurbó  en la calle diez, del populoso barrio pescadito, bautizada la calle “ de las piedras”, en donde sus tradicionales inquilinos se mudaban para darle cabida e inicio a la refacción y ampliación de piezas de alquiler, bares y cantinas para satisfacer las necesidades de bajo vientre de los vaporinos y su desbarajuste de billetes salidos de madre, al igual que los miles de obreros del puerto que recibían pagas semanales. En crescendo titilaban las luces de neón multicolores de los avisos publicitarios, que iban desde los linderos de la bodega de la Trocco, empresa acumuladora de petróleo, donde vivía Aura López hasta la carrera sexta, donde Ojito y Horacio Márquez, que eran amanecederos. Los valores diferían entre quince centavos el rato de placer, hasta un peso con cincuenta centavos o dos pesos estrictos. La amanecida con la damisela, daba derecho a que, al cliente, le sirvieran un desayuno con bistec de carne, patacón y una taza de café con leche. Tarifas que fluctuaban como cualquier sistema de comercio, entre la oferta y la demanda. Cada negocio tenía un bombillo rojo en la puerta y una damisela de carne y hueso, sentada. Las más conocidas eran “La chifla”, “el Cinco y Seis” de Monche Sierra, “el Internacional” de María chiquita, “Mundo Nuevo” de Alicia Bolívar, “Rio Bar” de Herminia Suarez. En la acera de enfrente, estaba la competencia, con “La Conga” y “Happy   Land” de Pedro Ramírez, “la Guatona” y “la francesa” ubicadas en los linderos del Boro. Hasta para los amantes de la música clásica, estaba “el Danubio Azul” y la tienda de Chacuto que era un empeñadero. Ahí emboscaron a Rafael Arango, uno de los mejores futbolistas que había tenido Santa Marta. Al “loco Arango” como cariñosamente le apodaban, le quitaron la vida con un cortaúñas, `por peleas entre bandidas. José Lacouture Dangond, siendo Alcalde, prohibió esta zona franca sexual.  Los burdeles de estrato seis se ubicaron en el barrio Olivo: América Pinedo, Mi Bohío, El de Minga, el de Saturia Rojas en el cerrito donde después se instalaron las monjitas de clausura para empatar los pecados.  Pero el de Carlín Lopesierra en la calle seis de Pescaíto, se convirtió en el centro social gubernamental y político, donde a plena luz del día se festejaban las posesiones de Gobernadores, Alcaldes y mayorías de Concejos y Asambleas.

Pescaíto era un sector, de mucha solidaridad entre sus vecinos, cada uno defendía y amaba su territorio con la misma pasión y fuerza. En épocas electorales, Nacho Vives lo convirtió en su mascarón de proa y punta de lanza para presionar a los alcaldes de turno. El mismo los denominó “mi sierra maestra” y ese haz de voluntades, reunidos con idéntico propósito generaban una bomba de tiempo, capaz de voltear la ciudad al revés en cuestión de minutos. Para orgullo de ese sector, La Castellana fue un semillero del balompié, aprendido de los marinos ingleses que lo practicaban en los playones de las salinas: Carlos, Rafael y Rubén Arango, conformaron en los años cuarenta el equipo “Juventud Magdalena” y los tres hicieron parte de la selección Colombia en los juegos centro americanos y del caribe, en Guatemala. Justo y Aurelio Palacio Yánez, el Toto Valderrama, Jaricho y Didí quien pisó las gramas de Wembley. Los Gonzales Palacio, toda una tradición y la familia Cabas, con Chicho de figura imponente y estelar, se destacaron en el baloncesto. Todos reencarnados en el prodigio del pibe.

Recuerdo que, Chamberlain tenía una tienda en el callejón angosto y Lucho Correa otra en donde terminaban todas las parrandas, y en las noches el famoso sancocho de gallina de “Josefa la Batata”. “La Papindó” era la máquina del ferrocarril, número 27, que más vagones tiraba y la maniobraba el célebre “kid Dulop”, gloria del boxeo y orgullo del barrio. Una prostituta francesa que se radicó en el sector le apodaron con el nombre de la máquina del tren, por tener algunas características similares, no tenía cola, pesaba como cien kilos, media uno con ochenta y tres y albergaba una capacidad incansable de atender muchos clientes en una sola noche. “La Paletó”, hacia servicios sexuales a domicilio, en los buques, en los muelles, o donde fuera requerida para atender casos de urgencia manifiesta, al igual que “La Patoco”. Esas mujeres, a las que denominaban “las collas”, sin saberse el origen de ese término, debían desfilar todos los lunes a una inspección sanitaria en “la gota de leche” en la avenida Santa Rita, para verificar la asepsia del instrumento de trabajo y que estuviera carente de cualquier infección que pusiera en peligro y riesgo al usuario del servicio. Ese centro zooprofiláctico, que era su nombre técnico, tenía un aviso en la puerta: “si no le temes a Dios, témele a la sífilis”. Hoy estarían, además, a cargo de la superintendencia no solo de servicios públicos, sino bajo la vigilancia de atención al cliente.

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