El Unión y yo: columna de Alberto Linero

Por: Alberto Linero

Cuenta mi madre que el domingo en que nací, mi papá estaba tan nervioso por mi nacimiento -el primero de su matrimonio-, que ella le sugirió que se fuera al estadio a ver al Unión Magdalena, que por ese año estaba haciendo una muy buena campaña.

Me cuenta también que ese día el Ciclón ganó y que cuando mi papá volvió a la casa, a las 6:15 de la tarde, feliz por el triunfo de su equipo, se encontró con la buena noticia que le dio la comadrona: a las 6:00 le había nacido al viejo Carlos un varón sano. Cuento esto, para que puedan entender por qué creo que mi vida ha estado unida, de alguna manera, a este equipo de futbol.

Fue en ese año, 1968, la única vez que hemos visto campeón al Unión en toda su historia. No recuerdo un solo domingo de mi infancia en el que no haya estado presente el equipo samario.

Siempre se organizó el descanso familiar en torno a su participación en el campeonato. Todavía recuerdo la primera vez que fui al Estadio Eduardo Santos. Aún me recorre la emoción cuando me devuelvo a mis 6 años, agarrado de la mano de mi papá, vestido con pantalón corto, sandalias y camiseta de azulgrana.

Todavía recuerdo la primera vez que vi el majestuoso verde de la grama del Eduardo Santos. La emoción fue tan grande que jamás pude olvidarlo. Fue la primera cita con el que ha sido uno de los grandes amores de mi vida.

He realizado mi vida unido al Unión. No han sido pocas las veces en las que me ha regalado una emoción. Recuerdo, por ejemplo, la vez que le ganamos a Junior 5-2 en La Samaria, o cuando seis veces se vulneró el arco del Deportivo Cali, o el ascenso que se logró en el triangular de Cartagena, donde el equipo de Retat le ganó al Cúcuta y al Bucaramanga para ascender.

Sin embargo, debo ser sincero y decir que han sido muchos más los momentos de sufrimientos y de lágrimas. Sí, son muchas las veces en que he salido con el corazón hecho pedazos por la derrota de mi equipo, momentos en los que creo que todo se acaba, en los que me desánimo y en los que lo único que me ayuda a tomar conciencia para levantarme es poder ver todo lo bueno que me ha pasado en la vida, ver que en otras dimensiones de mi existencia me ha ido supremamente bien.

Si hiciera una cronología de mis peores días, seguro todos están organizados en torno al onceno samario. Bastaría quitar el 7 de enero de 1978, es decir, el día en que murió mi abuela, mi “ota má”, y se darían cuenta que el resto de los días tienen que ver con el dolor de las derrotas, de las burlas de la hinchada contraria, de las eliminaciones… y claro, esos dos descensos de los que creo que no me olvidaré jamás.

¿Cómo olvidar ese día de 2005 en el que se consumó el descenso en una campaña horrorosa que todavía no he podido entender por qué se dio? ¿Cómo olvidar las tres finales perdidas en el torneo de la B? ¿Cómo olvidar esa fría noche de Bogotá en la que no se pudo hacer un solo gol a los jóvenes del Tuluá y por eso no pudimos ascender?

Si les soy sincero, hoy mi razón me dice que no me emocione con la posibilidad del ascenso este año, para el que necesitamos ganar el partido contra el Quindío y, luego, la final. Ella me dice que sea cauto, que no me ilusione demasiado; pero mi corazón rebelde salta y sin hacerle caso a mi cerebro, decidió bailar y sentarse en la seguridad de que vamos a ascender.

Sí, mi corazón me invita a creer en este equipo, una vez más, y a esperar ese triunfo contra el Quindío que nos dé la posibilidad del ascenso. Mi corazón es rebelde, repito, es rebelde y salta emocionado, y no solo eso, sino que además con un grito samario me asegura que en menos de nada volveremos a la A.

públicada por Blu radio

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