EL BAÚL DE LOS RECUERDOS VII

Por: Pedro Segrera Jaramillo

El carnaval en Santa marta se iniciaba en el poblado de Mamatoco, con las fiestas de San Agatón. Era este, un asentamiento indígena que antes y después, estuvo bajo la jurisdicción y mando del Cacique Núñez, pariente de los indios Bondas y Tagangas, de reconocida valentía y ferocidad en la lucha.  La víspera, los parroquianos samarios se trasladaban en carros de mula o a pie para conmemorar al Santo Patrón. De regreso, empezaban los bailes y las parrandas, con música de viento, acordeones, gaitas y los pilones con representaciones teatrales y disfraces sobre la conquista española, acabando el miércoles de ceniza. En las casas guardaban durante todo el año, los cascarones de huevo para rellenarlos con “agua Florida de Murray y Landan”, agua de colonia “María Farina”, para tirarles en la cabeza a los compañeros de jolgorio, todo dentro de un desorden ordenado y respetuoso.  Se ingería Brandy, que valía dos pesos, Anís del Mono, aguardiente de alambiques artesanales. Las damas de la aristocracia tomaban copitas de Martinica o Risolis que traían los contrabandistas de Aruba y Curazao.

Para estas carnestolendas, designaban la Reina de los Estudiantes y del Carnaval Central. La suntuosidad y el riguroso desfile que derrochaban, comenzaba en Mamatoco desde la víspera, bajo una camaradería que entremezclaba gente de primera y las de Pescaito y Manzanares, porque no había más barrios. La emulación, era entre las comparsas del pueblo, ingeniosas, de mucha cultura y buen comportamiento, los recitales, las coplas y los arreglos musicales se encargaban de engalanar las fiestas. Las comparsas del Centro Social de un esplendor indescriptible, niñas hermosas ocupaban ése trono durante los tres inolvidables días, en abierta competencia con las de Barranquilla. Fueron Reinas, Beatriz Riascos Vives, Paulina Zúñiga Díaz Granados, María Luisa Díaz Granados Abello, Alicia Campo, Alicia Vergara, Pepita Díaz Granados. Compitiendo con el Club Social, los hermanos Chicho y Abraham Correa, las Jacquin y las Ponce, organizaban en su casa de Cangrejal comparsas y eventos de aristocrática concurrencia y ni que decir del envidiable lujo.  Un antioqueño venido a estas tierras, traído por los vientos de la furia del banano, se enamoró perdidamente de Sara Correa, una de las reinas del club A.B.C., que así se llamaba. Como no lo dejaban entrar a los bailes, en pleno jolgorio se presentó montado en un caballo y entró a la sala gritando: A.B.C., albacora, bocachico y cojinoa, ése es el significado de ustedes, puro pescado barato. Le dieron una paliza y lo tiraron a la mitad de la calle. Ese cachaco que terminó casándose con ella, era el papá de “Mico Viejo”.   El desenguayabe, era de paseos con sancocho a las orillas de los ríos Mamatoco, Gaira, La manguera de Bonda, El Piñón y Junín, lo que es hoy El Líbano, la finca Bureche y donde Petronita Candelario en Masinga.

Dentro de ése espíritu de folclor, aparecían personajes que fueron haciéndose famosos pasando a la historia por sus genialidades. Las gentes de nuestra tierra,  acostumbraron a endilgar sobrenombres como a Olguita Barreneche, hija de Rodrigo Barreneche, le apodaron “La Diablito Frito” porque se consideraba liberada en ésa época y trató de implantar las costumbres  y modas que traía de Europa, en medio de una sociedad cerrada y gazmoña: el Viernes Santo, día de luto riguroso, se vestía de rojo, fumaba cigarrillo en público, degustaba High Ball en restaurantes, usaba vestidos cortos y sombreros extravagantes, se bañaba en el mar con vestidos de baño considerados muy atrevidos , desafiando la furia y los baculazos de los clérigos. Ante este panorama, se aburrió la dama y se fue a vivir a Nueva York, ciudad que si estaba a la par de su modernidad.

Un discípulo consuetudinario de Momo, Baco y Arlequín, Juan Pinto Núñez, Abogado, fue siempre el Rey Momo de los Carnavales, componía décimas y coplas por doquier y se burlaba hasta de él mismo.  Contaba en alguna ocasión, que estando de Juez, asistió a una brigada en la Sierra Nevada, cuando el tránsito se hacía a lomo de mulas.  Fue un trabajo dispendioso por su gordura, poder encaramar en la bestia al Doctor Guido, a la sazón Secretario de Salud. Después de varias peripecias, en donde lograron sujetarlo con cabuyas a la barriga del animal, salió la comitiva gubernamental para San Javier y La Dilia.  Un campesino de la región, observando expresó, es que el Doctor Guido monta como cura…a lo que Juan acotó de inmediato: y no es nada, que “cura como monta”. En otra ocasión su compañero de estudios de El Externado de Colombia, Lorenzo Solano lo invitó a su posesión como Gobernador de la Guajira. En el acto, le pidió a Juan que improvisara algo, al tomar el micrófono espetó:           “Con el nuevo Gobernador, prosperará la Guajira,

 por lo menos eso aspira el pobre indio elector.

Lorenzo, conocedor del grave problema humano

Su apellido Solano, dividirá sin rencor:

A los ricos dará el sol y a los indios, el ano”

Debemos acotar que, al Doctor Pinto, lo expulsaron a media noche de la fiesta. Tenía uno que otro derecho con corcovas y su ingenio y versatilidad lo mismo que sus bolsillos estaban siempre sobregirados.  Estando alguna vez en una reunión en el Club Santa Marta, le presentaron a un señor cartagenero, de guayabera blanca manga larga, de aspecto circunspecto y ademanes de rancio abolengo, quien al darle la mano le dijo: mucho gusto, Raimundo Dávila Pombo y Pareja, a lo que éste le contestó también muy serio: Caja de Crédito Agrario, Industrial y Minero.

Para una de las primeras Fiestas del Mar, llegó a la ciudad un buque escuela español, “La Galatea”, con agenda de permanencia de tres días, pero un daño en el motor los retrasó durante tres meses, tiempo en el cual estos jóvenes rubios, galanes y buenos mozos, uniformes y gorras marineras, invadieron todos los espacios de nuestra sociedad, encontrándolos a plena luz del día en visitas formales en casas de respetadas familias, y al amparo de la noche en los teatros o en los parques como una lluvia de palomitas blancas que cubrían todo a su paso. El día de la partida a las doce en punto del medio día, la bahía samaria y el Camellón estaba con más gente de la que vino a ver el Hidroavión Colombia, que acuatizó para los cien años de la muerte del Libertador, con Enrique Olaya Herrera, a bordo, que era el Presidente.  Miles y miles de muchachas con pañuelos y lágrimas en los ojos se aprestaron desde muy temprano a lo largo y ancho de la playa a llorar desconsoladamente, presintiendo que, tras el ajetreo en los catres de lienzo, todo sería como Alicia en el país de las maravillas…” para nunca más volver”. Esos retoños, deben estar en los linderos de los sesenta.

Siendo Míster Hanniball, Gerente de la United Fruit Company, llegó una mañana al mercado público y la señora que le despachaba los tomates le dijo: “ajá Míster, y que se va usted para su tierra?, el gringo no le contestó, sino que le sonrió.  Al llegar a su casa le dijo a su mujer: “comienza a preparar maletas, porque cuando en Santa Marta la gente decir algo, o acaba de ocurrir o va a suceder próximos cinco minutos”. Evidentemente, al día siguiente llegó el cable, trasladando a Míster Hanniball para los Estados Unidos. Así quedó confirmada la sobrenatural premonición de las gentes de esta ciudad que aprendieron a vaticinar los aconteceres y a presagiar las desgracias. Debe ser por eso que había tanto loco en las calles vociferando disparates y que aún los mayores recuerdan con mucha simpatía.

Abierta la ruta del tren desde el interior, nos llegaban galonadas de orates que recibíamos con resignación y lástima, a quienes encerraban primero en el Panóptico, luego el Señor Roldán cabo de la Policía y el loco Arango los recogían y los llevaban a San Camilo en Bucaramanga y a Sibaté en Cundinamarca. Al igual que las cucarachas que las sacan por la puerta y se meten por la ventana, más demoraban en dejarlos, que ellos en regresar.  En los Manguitos, recluían a los dañados, como les decían a los tocados por la tuberculosis, quienes flotaban en los siniestros pasillos entre sus ropones blancos como enigmáticas figuras fantasmales.

La loca FARIFAFA, que se colocaba flores de papaya adornada con hojas de guarumo en la cabeza y se aprestaba a desfilar al lado de los militares y su banda de guerra.  Su figura reseca de mujer curtida por los vientos de la vida y asoleada sin contemplaciones, se confundía entre la pasión de los ritmos musicales y su propia manera de interpretar los sonidos de las trompetas y saxofones con los cachetes inflados. Tendría algo más de cuarenta años, pero representaba el doble, con sus cabellos como su mente, desordenados.  La loca ROSARITO, alegre y festiva, cuya vanidad de asiento eran los coloretes y labios de un rojo carmesí muy acentuado y manojos de trinitarias fucsias, blancas y moradas que llevaba con disposición sobre sus cabellos.  CHEVALIER, siempre con vestido entero de paño gris, decolorado, sucio y de una o dos tallas más grande, que era el remedo exacto de un cómico de las películas mejicanas.: Clavillazo. Usaba unos zapatos de cuero, también muy grandes para su pie y zapateaba todo el tiempo, gritando cualquier pensamiento y declamando poesías de Amado Nervo.  Recorría las plazas de San Francisco, La Catedral y el Mercado, convirtiéndolas en su escenario favorito.  Incansable e inteligente, nunca se le conocieron familiares y desapareció un día, así de repente como vino. CAIMÁN, otro de la misma comparsa, de tez morena, desdentado en la mandíbula superior, de pómulos salientes, cejas copiosas, se parecía mucho a Tintan, el de las películas.  Inspirado en su conjetura salvadora, repetía constantemente su tarjeta de presentación oral: “la mujer que no se acuesta conmigo, se muere”, después como acentuando el epílogo de su consigna decía: “para todo hay remedio, menos para la muerte”. LA PELUA, era del interior del país y debió llegar en algún vagón del ferrocarril acompañada de su hijo de escasos años que permanecía con ella.  Pequeña de estatura de rasgos indígenas y con una cabellera negra larga que le llegaba a la cintura. Recorría descalza toda la ciudad, alborotando los vecindarios tirándole piedra a los muchachos que la atormentaban y se alzaba la falda para mostrar su otra cabellera tan larga y negra como la de arriba. El loco REMIGIO, inofensivo, iba siempre gritando, pip pip, mientras desarrollaba una máxima velocidad al caminar yéndose todos los días a pie desde la calle treinta, donde vivía, hasta el río Bonda a bañarse.  LA TABAQUITO, diminuta mujer de piel obscura y cabellos apelmazados por la mugre, siempre tenía un tabaco en la boca y una bolsa de papel en la cabeza, y llena de paquetes mugrientos, como si viniera de compras Nunca hablaba ni se metía con nadie. PRIMACHO, era orador político y se sabía al derecho y al revés, las arengas del Tribuno del Pueblo Jorge Eliécer Gaitán, las consignas dogmáticas de Uribe Uribe, el testamento de Bolívar, y todos los recitaba con una asombrosa voz de trueno ante la mirada atónita de los parroquianos. Con solo oír por primera vez un discurso, se lo aprendía de memoria y repetía con impecable   precisión y vehemencia, ya fueran alocuciones de Alzate Avendaño, las intervenciones de Arango Vélez o los Leopardos en el Senado de la República. Murió un día en que, por los lados del puerto, encaramado en los cerros para hacer sus necesidades corporales, coincidió con la explosión de una dinamita, detonada para destruir precisamente la única defensa de la bahía.  EL VIEJO MONTOYA, cuando estuvo cuerdo, fue policía y estafeta, leía en las esquinas los bandos y las resoluciones de funcionarios del Gobierno o de Jueces de la República y las multas que imponía la Inspección Norte a los establecimientos. CRISTO VIEJO, parecía un palo de tamarindo reseco, con tapa rabo, prácticamente desnudo y un semblante de tristeza y dolor, como el Redentor. Los últimos fueron los ZAPATICAS, dos hermanos inseparables que compartían su desequilibrio, con la eterna sumisión del uno al otro. Si llovía o hacia sol, el menor le sostenía el paraguas al mayor. Vestían de saco y corbata, algunos que en algún momento fueron blancos estaban   entre amarillos y cremas, los obscuros se veían impecablemente desteñidos y viejos al igual que ellos, que parecían unas urracas parlanchinas. Inteligentes eso sí, declamaban, recitaban y sostenían conversaciones sobre política y cosa pública. Murió primero el mayor, dejando al menor desubicado y como un barrilete sin cola.

Paseos en Santa Marta, Jose Rafael Davila, Eduardo Vives, Carlos Angulo y C. Guitierrez

Oficina de Aduana y Malecon de salida Barcos para Riohacha
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