EL BAÚL DE LOS RECUERDOS -II

Por: Pedro Segrera Jaramillo

Tres infamias, que fueron cuatro, se cometieron en un solo sector de ésta ciudad contra el patrimonio arquitectónico y cultural: la demolición del “Patidrónomo” sobre la bahía, de una belleza oriental y ordenada sin ningún remordimiento por Jorge Leyva, de ingrata recordación a su funesto paso por el Ministerio de Transporte. La del hermoso edificio de la Postal, Correos  y Telégrafos Nacionales, de majestuosas e impresionantes columnas cuadradas, unas herrerías forjadas traídas de España, que fuera suprimido para darle paso a un edificio de apartamentos en donde funcionaron oficinas gubernamentales y en el primer piso la heladería “Viña del Mar”, posteriormente también  destruido para construir un esperpento peor, que es hoy el edificio del Banco de la República, como un gigantesco mausoleo de mármol gris que seguramente debe ser de segunda, porque se está destiñendo. Así también con dinamita destruyeron las instalaciones del Batallón Córdoba, donde hoy está el Parque de Bolívar y muy a pesar de que su exterior no reflejaba la riqueza que cobijaba, su decoración albergaba arañas suntuosas con lágrimas de cristal, alfombras persas por doquier, mobiliarios de lujo en sus salas de estancia, mesones de madera labrados y con patas de leones, despachos elegantísimos y bibliotecas impresionantes que nada debían envidiar al Palacio de los Presidentes. Fue arrasado sin consideración alguna, al igual que otras joyas de la arquitectura colonial, militar y republicana. Y con esa misma e insólita displicencia y sin que nadie en esta tierra indolente se opusiera, destruyeron  la bella construcción de la escuela “Montessori”, salvaguardada por una reja de  hierro que cubría las dos calles, y  en su jardín frontal  lucía la mini estatua ecuestre del Libertador Simón Bolívar, donada por el Estado Italiano, también desaparecida, cabalgando a medianoche sin dejar rastro, para culminar su trote entre los peladeros de trupillos en el Batallón Córdoba, extraviado y solitario, ante la ignorancia de los militares, quienes seguramente desconocen su gran valor no solo cultural, sino histórico. Igual suerte corrió el busto del Almirante Padilla, que estuvo con su timón de bronce, en la intersección de la vía a Minca con la Guajira, siendo después insólitamente trasladado al camellón en un monumento al ancla, frente al Posihueica, y tras una de las remodelaciones de ese entorno, también fue a parar al Batallón, detenido una vez más por los áulicos del Libertador.

En la playa se construyeron unos bañitos públicos de madera pintados de amarillo, que eran de propiedad de Jorgito Díaz Granados, quien los arrendaba para que los bañistas pudieran cambiarse y guardar sus ropas. Estaban levantados con puntales y cada uno contaba con una plumita y regadera. El loco Remigio, que acostumbraba fisgonear a las mujeres por una hendija, se llevó la gran sorpresa, cuando Finita Noguera lo descubre y le puya el ojo con el pasador de su peineta, que le partió su vida en dos, antes y tuerto, después de ver a la dama en paños menores. Ella después inauguró “La Soberana” almacén con vestidos y accesorios exclusivos para damas, de diseñadores y la última moda de París, en la calle 17 en un local de esa construcción colonial con balcones amplios, donde estaba la Oficina de Registro. En la otra calle, en la 18 funcionaba una lavandería también de su propiedad, con un nombre curioso “El Candelazo”, por eso la maledicencia popular de la época decía que Finita tenía la soberana por delante y el candelazo por detrás.

 Lo primero que se llamó teatro en Santa Marta, fue un tenderete itinerante que montaban los hermanos Daconte de origen italiano, empecinados en mostrar unas películas espantadas con figuras de terror, vampiros y hombres lobos y la caravela mal cosida de Frankenstein o comedias musicales que hacían el furor en el extranjero. Las otras, las mejicanas, con las balaceras de siempre y el charro negro desafiando a los forajidos en las cantinas y llevándose en la grupa a María Félix. Los Daconte armaban una tarima con tablas de cativo, amarradas con cabuyas a manera de corralejas, sin carpas porque las presentaciones siempre eran en la noche. Un telón un poco raído en el fondo, emparapetado, sujetado por baretas de madera, que el viento en más de una vez, recostó a la pared vecina. Se instalaban en la Plaza de la Catedral o en la de San Francisco, y alquilaban muchachas para entusiasmar y animar en los alrededores. Ellos después con un espíritu de bereberes, recorrían los pueblos, decidiendo quedarse en Aracataca que estaba en pleno esplendor de la bonanza bananera y allí no solo fijaron un teatro con portal y fachada de material que al menos tenía cierto aire de dignidad, sino que procrearon una extensa descendencia. Igualmente, en ese buque llegaron los Di Domenico, quienes después de revolotear con su daguerrotipo deslumbrante y desconocido por estas tierras fundando el teatro “Rialto” en Cartagena, luego se asentaron en los páramos y abrieron el “Olympia” en Bogotá. En la finca cafetera Cincinnati, en comprensión de la Sierra Nevada, cuyos linderos se extendían hasta San Lorenzo y fundada por Orlando Fly, distante nueve horas a lomo de mula. Existía un cine para los trabajadores y residentes, con tiquetes especiales, proyectándose allí películas que ni siquiera habían llegado a la ciudad. En esa excelente organización, funcionaba un comisariato para el suministro de víveres y artículos que compraban con moneda acuñada en la misma finca, con la que cancelaban los sueldos a los empleados. Después aparecieron el “Teatro Rex” que quedaba donde hoy funciona un centro comercial entre la 17 y 18 con tercera, y se entraba con cinco papeletas vacías de café “Sin Rival” que fabricaba Carlos Aurelio Lacouture. “El Colonial y La Morita” que tampoco tenían cubierta, eran arrendados en las épocas de carnaval, para bailes de disfraces y presentaciones de agrupaciones musicales como la banda Santa Cecilia, la de los Pertuz, la Orquesta Santa Marta que dirigían Rubén De Aguas y Troncoso. El cantante era Humberto Gómez y Giuseppe, el clarinetista. A raíz de que los delincuentes aprovechaban esas épocas de desorden y disfraces para cometer asesinatos, la Alcaldía dispuso entonces que todo aquel que se cubriera el rostro y usara capuchón, debía registrarse en la Alcaldía, cancelar el valor de un número que le colocaban en la espalda. Algunas mujeres casadas aprovechaban la ocasión para bailotear con sus amantes y echar una canita al aire y hasta los maricones se entaconaban para enredar a uno que otro incauto. El Teatro Variedades, estaba dividido por un muro con puntas de lanza en hierro, albergaba dos estratos, la preferencial con sillas abullonadas y abanicos de techo y luneta con bancas corridas de madera, como las que usan en los pueblos para los velorios. La entrada era por la otra calle y su valor lógicamente, más económico. Se presentaban las películas mejicanas con Juan Charrasquiado, Cantinflas y Libertad Lamarque para hacer llorar al público conmovido. Y en la Semana Santa unas españolas de la Pasión y Crucifixión de Cristo, con Arturo Rambal, todas en blanco y negro. Ahí vimos por vez primera “el derecho de nacer” de Félix B. Cañé. Al lado de la entrada principal estaba la mejor heladería, “Panamerican” con su dueño Pacho Díaz atornillado en la caja registradora. A la vuelta sobre la Quinta Avenida la “Heladería El Oasis” de Margoth Barleta en donde hacían el mejor Milo del mundo, su hermana Carmen casada, con el apuesto turco Elnesser, a quien le decían “Kadir el Árabe” protagonista de la novela radial de moda de ésa época.  La heladería “Estrella” del español Juan Pujol donde vendían unos helados deliciosos que costaban cinco centavos, el de caramelo, era exquisito, lo vendían en quince. La otra heladería sobre la 15 y diagonal a los talleres Mogollón, era “El Páramo”. Sobre el callejón de sanandresitos la confitería “El Iris” de Joaco Zúñiga, donde también se expendía uno que otro trago, que su propietario cataba cada vez que servía uno.

En el teatro Santa Marta único con aire acondicionado, presentaban tres funciones al día: matinée, vespertina y noche. En ésa época ya se veían allí, películas a color, “Lo que el viento se llevó” con Olivia de Havilland y el “Ballet Ruso de Bolshoy”.  En una ocasión siendo muy niño, asistí a una película, pero previo a ella presentaron en la platea una urna grande de cristal, llena de culebras de todas las clases, entonces una mujer con prendas llamativas y muy escasas, se metió con los reptiles y estuvo contorsionándose con ellas, sin que ninguna le picara, ante la mirada y gesto de asombro de los espectadores. Acabado el acto de circo, la dama se sale y las luces se apagan. El entendido cierto, es que la urna no tenía tapa, y las culebras no podían salir porque se resbalaban, pero la inquietud y el temor en semejante oscuridad era aterrador que nadie dejaba de bajar la vista. En eso, alguien rompió una botella y gritó en la penumbra…se salieron las culebras. En una fracción de segundos, yo ya estaba en el atrio de la catedral, y muy a pesar de que encendieron las luces y los empleados salieron a pedir que regresaramos al teatro, nadie quiso. Por lo menos duré tres meses sin volver, pensando que todavía hubiera una que otra rondando por el suelo. En Pescaíto también funcionaba un teatro descubierto que se llamaba “Madrid” pero los vecinos les arrojaban tierra y orines a los que estaban dentro y si la película era mala, rompían las bancas.

Lo cierto es que con la llegada de la United Fruit Company, los propietarios de fincas bananeras vivían una farnofelia encantada, y los administradores, operarios, obreros, capataces, en fin, todos los que tuvieran algo que ver con el muelle de cabotaje, lograba buenos ingresos y tenían capacidad de compra. Así, comenzó a crecer el comerció alrededor no solo de la placita de San Francisco, sino en otras áreas de la ciudad. Los alemanes krauss se instalaron con el “Almacén El Universo”, traían electrodomésticos importados de muy buena calidad y a la vuelta Enrique Antonio Fuentes, sobre la quinta, las vitrinas con vehículos Ford y otros artefactos. El almacén de telas “El Amigo” de Don Amed Zawady, y “el Alhambra” de Agustin y Gantus, “El Chingolo” que exhibía estufas, neveras. En la calle 11 sobre la sexta, el jamaiquino  Sr. Pájaro, que más bien parecía una María Lucía, vendía cemento y materiales de construcción, se casó con una Sra. de apellido Soffia más blanca que la leche sin deslactosar,  venía siendo hermana de la esposa del italiano Victorino, dedicado al arte de la reparación de calzado, al igual que Amadeo Contalcure, los Vanlenden  frente al parque del mercado y Eusebio Rojas, más conocido como “Linche”, en la calle doce en un local que le habilitara el Sr. Víctor fontanilla, donde vendían unos famosos mantecados caseros, deliciosos.

Sobre el callejón de la carrera cuarta estaban los otros italianos, el Gallo viejo Enrico, Vicenzo y Dino con joyerías de alta calidad, al igual que Caputo en las joyerías “Minerva” y “La Perla” de Anuf Soler. Sobre la quince y antes de llegar al “Paso de Calais” en donde vendían el mejor guarapo, la cacharrería “La Ganga” del Sr. Carlos Ordoñez, en donde se encontraban lencería, botones, letines y encajes para las modistas. Tenía unas hijas preciosas, Teresita de hermosos ojos azules, quien casó, como se decía antes, con el Papi Noguera, trasladándose esa herencia a su hija Beatriz y a su nieto Eduardo. Otra de ellas Elvira, más morena, con el hijo del Ingeniero Aaron Hayen, quien presentó hace mil años el proyecto y estudio sobre la captación de agua de la Sierra Nevada, para resolver el abastecimiento de la ciudad, pero como no se prestaba a las truculencias de traspatio con los políticos, no le pararon bolas. Sobre el parque de Bolívar el almacén de Alejandro Habeych G., proveedor de motores, motobombas y maquinarias agrícolas y aceite a granel, el almacén “Sears”, que introdujo muebles importados, frente a la “Foto Barros”, quien con la “Foto Mier”, que iniciara Santander Alarcón, Acuña y Gutiérrez y de ahí a la vuelta, la “Casa Player”, del antioqueño Antonio Escobar Bravo, en donde se fraguó el M 19.

Precisamente frente a “Sears” estaba el almacén de telas finas del libanés Don Antonio David, hombre de cualidades señoriales y a quien le colocaron una bomba en el escritorio de madera, pero como el diablo para hacer maldades no necesita salir del infierno, al pasar la empleada del servicio con el niño Iván en brazos, su abuelo, se quedó con él porque le tenía un confite guardado en el escritorio. La explosión se los llevó a los dos al cielo, y al canalla determinador, un cáncer se lo cobró, unos meses después. “El almacén Londres” también con artículos de lujo lo atendía el turco Neggy Addhon y su mujer que era la que mandaba, usaba bigotes y un reloj de hombre.

La colonia china era la más numerosa, ocupaban todas las esquinas del centro con sus tiendas de mostrador de madera y ventas de consumo diario, arroz, panela, aceite y cervezas, Ron Caña, Centenario y Anisado que era el más barato. Los de estrato seis eran Manuel Wong quien se instaló en la avenida Campo Serrano y tuvo un desliz con la muchacha del servicio Ceci, de cuyo amor hay un hijo, Mario, que estaba en la esquina del parque San Miguel. Julio Wong en el mercadito de la Santa Rita y la china Lola que quedó calva, viuda y luego se casó con un borrachito criollo entresacado de su clientela. De los vástagos de Manuel, subsiste hoy solamente su hija en la Muralla China, su hermano falleció recientemente. Ellos tuvieron un centro social chino en la calle de la Cruz.

El “Almacén 007”de Domingo Costa, quien se rejuntó con América Pinedo, una vez ella se retiró de las tablas y el almacén de telas de “William” con su mujer también árabe al frente del “Almacén Anibet” de Beatriz Alarcón, hija de Titi el de la panadería” La Mano de Dios”. Estaba organizando ella, los 80 años de su madre Rita Pereira, cuando se asoma a la puerta por el alboroto de la policía y el gentío impresionante. William se había descerrajado un tiro, seguramente por la tristeza de que la turca se había muerto recientemente. Beatriz, toda compungida y llorando expresó: “no le perdono a William esto que me ha hecho el día que cumplía Ritica, si él me avisa de sus intenciones de suicidarse, yo le hubiera dicho que lo dejara para la otra semana.”

Patidronomo frente a la estatua de Bastidas. Demolido por orden de Jorge Leyva Ministro de Obras Publicas
Instalaciones del Batallón Córdoba. Frente a la Bahía
Función de Teatro. Italianos Hrnos Daconte y Di Domenico 1906


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