PIRATAS AL GARETE

Por: Pedro Segrera Jaramillo

Tras la llegada de García de Lerma en calidad de Gobernador a Santa Marta, se inician las construcciones de mampostería con paja y el crecimiento de la población. Así fueron desfilando mandatarios ineptos los unos, impotentes los otros, prepotentes algunos e indolentes muchos de ellos, pero todos con un denominador común: el oro y las perlas de los pobres indios que se las arrebataban con engaños y artificios de carnaval o de la manera más fácil, quemando sus chozas y plantíos de maíz y yuca, convirtiendo a sus mujeres en sirvientas de ocasión. Así, que mientras los aborígenes se arrinconaban en los montes y cerros para defenderse y hostigar a los españoles, la Divina Providencia, les mandaba una ayuda no solicitada: los corsarios y piratas, quienes sin querer queriendo, se convirtieron en sus aliados.

Ya era tema diario en Europa, el que buques españoles regresaban de éstas tierras con sus vientres apretujados de tesoros y que viajaban sin protección de guerra. Los piratas y filibusteros ávidos de éstos gananciales y expertos en el abordaje a cuchillo y sable, se dedicaron a interceptar los bajeles de la Corona, algunos con patente de corzo e investidos con títulos de Caballeros de mar, comandaban flotillas de asalto al mando del inglés Sir Francis Drake y otros fletados por franceses y holandeses. Hordas de piratas sanguinarios, se cansaban de esperar el paso de los barcos y decidieron incursionar en las fuentes de provisión de las riquezas.  Penetraban en Cuba, la cuenca del Caribe, Jamaica, Portobello, Riohacha, Santa Marta y Cartagena. La isla de Puerto Rico fue saqueada muchas veces, al igual que Chagres en Panamá. Santa Marta era la más desprotegida por carecer de defensas o fuertes o lagos que pudieran controlar el ingreso, como en el caso de Cartagena. Los historiadores hacen un inventario de cincuenta asaltos en medio de la más tenebrosa pasividad.

Robert Ball, residente en Canadá, inauguró este capítulo de horror y crueldad, muy a pesar de que existen indicios de que mucho antes de que Bastidas recibiera la orden cortesana de su expedición, treinta años atrás un bandolero de mar, Joan de Oxeda, ya se había presentado a éstas costas cometiendo desafueros, atrincherando en Taganguilla y el Ancón una guarida para almacenar productos de contrabando, resultado de sus incursiones.  Los piratas actuaban independientemente y se dedicaban al saqueo y asalto sin reglamento de ninguna índole. El corsario traía el respaldo de una nación que le daba la visa. El bucanero era incorporado a las bandas de facinerosos por su excelente puntería.

Muy a pesar de que Isabel la Católica intentó ponerle un aparato ortopédico al desmadre de la piratería y meterlos en pretina, a través de la Casa de la Aduana y de la contratación, que sería un remedo y el génesis de la DIAN de hoy y de los guardas de la Aduana de ayer, la Corona les expedía una licencia de amplios pliegues consintiendo el genocidio y el robo a mano armada contra el continente, con tal de que no birlasen la participación y el porcentaje a España. La Madre Patria desesperada por la disminución de sus ingresos tras los ataques a los suyos, decidió protegerse de sus enemigos franceses e ingleses, organizado los convoyes compuestos por veinte bajeles cargados en su mayoría de cochinillas, pieles, cacao, índigo o perlas y oro, mucho oro, custodiados por quince buques de la Armada invencible, con cañones de largo alcance. Más, sin embargo, las veloces corbetas enemigas se las ingeniaban con la ayuda de los malos tiempos y las tempestades, para distraer las escoltas y separar uno o dos barcos y hacer un festín con la carga y tripulación.

El pico de la Sierra Nevada se convirtió en un punto fácil de referencia geográfico para los piratas, habida cuenta de que sus ratoneras estaban en Isla Tortuga, Jamaica, Santo Domingo y Cuba, lo que les facilitaba las incursiones y el regreso a sus madrigueras. Una ciudad pobre, paupérrima, desamparada, con los pocos españoles escondidos tras los matorrales, conjuntamente con sus haberes, con unos escasos cañones amontonados frente a la casa del Señor Obispo, fue incendiada, saqueada, ante la mirada imperturbable de unos soldados sin paga, con unos gobernantes que huían hasta donde se lo permitían los indios y con las refriegas de los Bondas que no desperdiciaban ocasión, cada vez que la ciudad se encontraba abandonada. Los ornamentos de las iglesias, pinturas y joyas religiosas se perdían en el monte o caían en el suspicaz inventario de los botines de guerra.

Ball llegó en 1.543 al Cabo de la Vela y después con sus tres naves, se fondeó en la bahía de Santa Marta en donde permaneció una semana entera, durante la cual cometió cualquier cantidad de atrocidades incendiando las casas de habitación y llevándose las piezas de artillería de bronce que se encontraban dispuestas para la defensa del puerto. De ahí pasó a Cartagena con su estela de terror.  La ciudad no se había repuesto todavía de ésta incursión, cuando apareció Pedro Brakes, francés, al mando de cinco naves de gran tamaño, dedicándose sin resistencia alguna al desorden.

Lo que nadie hubiera podido imaginar, era que, desde los albores del descubrimiento ya algunos gobernantes, funcionarios y encomenderos se ponían de acuerdo con los delincuentes para sacar provecho personal. Les indicaban a los malhechores   los sitios en donde familias prestantes tenían enterrados sus objetos de valor y los llevaban hasta los asentamientos indígenas ya reconocidos por sus riquezas.  Muchas indelicadezas como la del gobernador Don Ignacio Espinosa que retenía barcos mercantes y les decomisaban su cargamento bajo supuestas sospechas, se quedaba con los objetos de valor y el producido. En otros caos los encargados de custodiar las arcas del Rey, las escondían en los montes y hacían como los gerentes de los bancos que, tras los asaltos, inventariaban el doble o se daba por pérdida total, incluido el cofre.

Jacques de Sorel cruel pirata francés, de un sangriento historial, al tirar al mar en 1.570 a sesenta y nueve religiosos de la Compañía de Jesús, que iban rumbo al Brazil, por su odio acentuado hacia los católicos al saquear a Santa marta, hizo destrozar las imágenes de las Iglesias, cometiendo el sacrilegio de reventar el Sagrario para sustraer la Custodia de oro y plata. Y como la ciudad no descansaba de uno cuando ya otro la tenía en la mira, llegó Martín Cote con siete navíos fuertemente armados, recorrió la ciudad con una tranquilidad pasmosa, casa por casa, llevándose todo lo que encontraba a su paso.  Siguió su viaje a la Guajira y tan prendado quedó de una princesa Wayuu abandonando su arte, se quedó en esas tierras pacíficamente. Llegó luego con pleno respaldo de la Reina, un comerciante, que tenía   como actividad alterna la piratería, John Hawkins, quien dejó cierta descendencia entre los indios Bondas, donde todavía se encuentran rezagos de su linaje.  Otro que asoló nuestras tierras fue John Lowell, negrero desde las costas de África, incursionaba en Santo Domingo, y las costas colombianas. En esta guirnalda de asaltos, tenemos al Conde Lesle, un filibustero dedicado a atracar las Islas Margarita, Santa Marta y Cartagena.  Y así, año tras año iban y venían piratas que entraban y salían con muy poca resistencia y cuyos apellidos se conservan entre lo más granados de nuestra sociedad en la Costa.

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