OTILIA MAGRI

Por: Pedro Segrera Jaramillo

En esta Santa Marta de antaño, allá por los años 1.930 los bienes terrenales, tenían como albacea y representante de Dios, a Monseñor JOAQUÍN GARCÍA BENÍTEZ, quien con su hermano Luis, ambos oriundos de Medellín, caminaban en aureola de santidad, mientras un cortejo de damas samarias, arrojaban pétalos de rosas a sus pies.  Dada la devoción de las familias pudientes de la ciudad, que estaban ansiosos de difundir la fe católica por doquier, la curia, donaba imágenes al garete para las parroquias.  Pero como el diablo, para hacer maldades no necesita salir del infierno, empujó la imagen descomunal y bellísima de la virgen de Santa Marta, que estaba siendo descendida de un buque en el puerto, y al zafarse el apero que la sujetaba, se precipitó a tierra, desbaratándose contra el malecón. Y ahí se descubrió el secreto y se produjo el milagro de la revelación, y del parto de los muelles, al salir por los aires miles de billetes falsos que se encontraban en el vientre preñado de la incólume, inocente y estupefacta patrona. Las autoridades de la provincia, pidieron la intervención de la nación, y la armada envió una fragata de guerra, “El Pitirri” que venía de Riohacha, conjuntamente con “ El Almirante Padilla” de puerto López, correteando a los contrabandistas y que acababa de dejar arruinado a tite Socarras, que lo perdió todo por contrabandear, y que ahora cumpliría idéntica misión no solo en persecución de los distribuidores de billetes espúreos, si no de miembros distinguidos que se lucraban con el comercio ilegal del café y que también traían dólares embutidos en los sacos con arroz de canillitas, provenientes de Siam, desde china. Las tres cuartas partes de nuestra sociedad, estaba involucrada en la impresión y usufructo de estos dineros procedentes de España. El SIC, que antecedió al DAS, dispuso unos agentes secretos disfrazados de meseros en el centro social de la ciudad, y fueron anotando los nombres de los socios en cuyas mesas se cancelaban las cuentas con esos billetes, dando, además, generosas propinas. Así, les allanaron las respectivas residencias y encontraron depósitos domésticos. Los sindicados se escondieron en sus fincas de Minca temperando mientras amainaba la tempestad.

El poder político, lo fueron acaparando los hermanos Castro Monsalvo, Pedro y José María, quienes habían emparentado por la línea húmeda, con la familia Guerrero Magri, de rancios abolengos.  Estos, mantenían un reducto electoral en el Cesar, y manejaban ese tinglado de toda la región de la provincia del Valle de Upar. Ampliando su coto de caza electoral al Magdalena. Toña Magri, entrega entonces a título de cesión perpetua a su hija Cecilia, quien se desposa con José María, tras una ceremonia suntuosa e inolvidable en la catedral de Santa Marta. Otilia Magri, arregla también lo referente a la boda de su hija Eloísa Infante, con Rafael Paredes Pardo, oriundo de Popayán, de influyentes familias de ascendencia y descendencia presidenciales, y por esa trilla caucana, se les abre la puerta a estas dos matronas, a los pasillos que conducen al poder de la capital de la Republica. Por estas circunstancias llegaron las hermanas Magri, a detentar, sostener y maniobrar, todo el poder político administrativo, burocrático y religioso en el departamento. Otilia, con un temperamento fuerte y agresivo, e incluso con notoria impropiedad de lenguaje, daba órdenes a diestra y siniestra, que nadie se atrevía a contradecir o a opinar de manera diferente. Los gobernadores, debían llegar por las tardes hasta el amplio vestíbulo de su inmensa casa colonial, hoy Royal Plaza, a ofrecer saludos diarios y de paso arrodillarse obsecuentes y consecuencialmente, para que ella pudiera disponer de la nómina e introducir en ella a sus ahijados, hijos de sus trabajadores, o sencillamente el pueblo descalzo que sufragaba sin lugar a dudas, por las listas que ella confeccionaba antes de las justas. Los alcaldes de Bastidas llevaban apellidos diferentes, y podían llamarse de cualquier manera, pero todos se parecían a ella, y gobernaban por interpuesta persona, en cuerpo ajeno. Eran simplemente una colección indefinida de títeres, desde el mismo instante en que se posesionaban, hasta el momento preciso en que caían en desgracia por no querer complacer de inmediato los requerimientos de la señora dueña de la planilla de empleados. La puerta de atrás de su casa daba directamente a las instalaciones del mercado, con mesones de mármol, sobre la plaza de San Francisco a cuyos expendedores y revendedores de verduras, abarrotes y alimentos de pan coger, les facilitaba todos los días, suficientes cantidades de dinero, para que pudieran sostener sus pequeñas empresas de trabajo, cuantías que procuraban devolver religiosamente en las horas de la tarde, con sus respectivos réditos. Cuando la Gobernación o el Municipio no recibían oportunamente los dineros para cancelar los sueldos a sus empleados oficiales, Otilia Magri, escanciaba el cajón de su escritorio de madera, y aliviaba los apuros de los desesperados servidores públicos. Nada se podía arreglar o desarreglar en la ciudad, que no tuviera su intervención. En muchas ocasiones, a los empleados de gobierno se les pagaba con unos bonos que eran redimidos luego en artículos de su tienda. En las procesiones de la virgen de Santa Marta, el día de la patrona de la ciudad, ella sostenía el báculo. En el Santo Entierro, sus amigos llevaban el sepulcro. En la procesión del Carmen, ella llevaba el escapulario bordado en punto de cruz. Estaba sabido el Obispo y la siempre nutrida concurrencia, que fuera cual fuera la ruta a seguir de la peregrinación debía hacer una obligante parada en la casona de la calle de la cárcel, llena de flores y ornamentos finísimos, y allí estaba Doña Otilia esperando sentada hasta que llegara el desfile. Jamás salieron de su estratégico hogar, ni se le vio a cualquiera de las dos haciendo antesala en ninguna oficina de gobierno. El poder detrás del trono estaba ahí en su casa. El resto de los mandados, los hacia Otilia por teléfono, o con misivas del género epistolar. Hablaba constantemente con el presidente de la Republica, o con cualquier Ministro, con la misma imposición y expresión, con que se dirigía a los tenderos y verduleras.  A las cinco de la tarde, hacia quitar los pestillos del descomunal portón de madera tallada, y se sentaban en sendas mecedoras a recibir las visitas acostumbradas. A esa hora no se podía hablar de negocios ni de trueques de ninguna índole. Ese lapso era dedicado exclusivamente a las cosas de familia, a sus hijos y a regañar a los nietos, que comenzaban a caerse de las bicicletas, que ellas también vendían. Este imperio. Fraguado y amasado con una férrea voluntad de una extraña vocación de esas dos mujeres para servir a la comunidad y ayudar a los necesitados, fue perdiendo vigencia cuando aparecieron los hilos plateados en sus cabezas. Sumado a esto, la sentida circunstancia del duelo nacional que se decretara por el trágico accidente en el que falleciera, el senador Pedro Castro Monsalvo en la vía que proveniente de Valledupar conduce a Barranquilla, perdió la vida, perdió la costa, y perdió el país. 

Para llenar ése vacío, aparece José Benito Vives De Andreís, también de estirpe liberal gestionando una época de prosperidad y obras civiles para Santa Marta.

Joaquin Garcia Benitez Obispo de Santa Marta.

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