OLVIDAMOS EL AYER

“La equivocación de los revolucionarios

  Es creer, que no se puede construir

            más que sobre ruinas.”

       Rafael Altamira, París.1.951.

Por: Pedro Segrera Jaramillo

Indolentemente nos estamos acostumbrando a mirar con menosprecio y desprecio a los hermanos venezolanos, a quienes hoy el gobierno del Perú les exige visas para entrar a sus predios y la Alcaldesa de Bogotá siniestra, por más señas, les aplica la impronta del señalamiento xenófobo. Inmigrantes involuntarios y desplazados de su hábitat, por el desatinado manejo del Estado, de los dos últimos líderes de izquierda, quienes pretendieron implementar un remedo fallido de Socialismo trasnochado, regalando a Rusia, Cuba y a otros compadres de segunda mano, como Bolivia y Nicaragua, sus ayer grandes reservas de petróleo, erosionando la fortaleza de su patrimonio, que está totalmente escanciado. Es insólito imaginar siquiera, que, en ese país antes todopoderoso económicamente, la gasolina no se pueda procesar por los escándalos de corrupción de la empresa estatal Pedevesa y la deban importar a precios exorbitantes a otros países del Golfo Pérsico. Aquí se cumple el viejo adagio de los abuelos que: “El que da de lo que tiene, a pedir se queda.”

Y es que, en éste trasteo forzado por la necesidad y el hambre, nos lleva a recordar aquellas épocas de antaño en donde las imágenes fueron al revés, cuando la cornucopia y derroche de Bolívares se desbordaba en ese vecino País, los colombianos desesperados por la falta de trabajo y profesionales subestimados por no tener padrinos políticos convirtieron en una trilla de servidumbre un corredor humanitario para conseguir fuentes de empleo en virtud de los altos salarios asignados y muchos de ellos tras su desempeño honradamente echaron raíces y se quedaron  allá.  Recuas de niñas y hasta señoras pasada la edad de merecer, se rebuscaban con la prostitución, en el servicio doméstico y no solo enviaban constantemente giros generosos a sus familias, sino que en diciembre regresaban cargadas con regalos, juguetes para los niños que crecían cuidados por sus consecuentes abuelas, fajos de billetes al garete y hasta uno que otro Chamo en su regazo o en el abultado vientre. Buses fletados hacia nuestros polvorientos municipios y camiones repletos de cajas con neveras, estufas, abanicos y toda clase de electrodomésticos, aparecían como aguinaldos del niño Dios, en las veredas de este departamento, con la ilusión y la esperanza tardía de que algún día, a sus veredas y caseríos el gobierno les llevara la bendición de unos postes y el tendido eléctrico. Y qué no decir de las temporadas de Semana Santa, donde en Santa Marta ingresaban las caravanas de turistas venezolanos con sus vehículos lujosos y farnofélicos, inmensos como unas lanchas rodantes, repartiendo prosperidad e inundando los hoteles de toda la Costa Atlántica. Infortunadamente recordamos también como el bandalaje y la inseguridad de la vía a la Guajira, cercenó estas bendiciones, ya que el hampa común montaba retenes de asalto y muchas veces asesinaban a los extranjeros para robarles sus pertenencias y hasta los automóviles. Denuncias mil llegaron atraves de la Cancillería, sindicando además de estos desafueros a miembros del ejército, soldaditos y tenientes corruptos, cuyas investigaciones exhaustivas, pasaban del recinto del Comején a la impunidad.

Ahora, el triste y por demás doloroso espectáculo de esas pobres gentes, a quienes la pandemia del Covid arrincona aún mucho más, con proles de hijos, conformando un ejército fantasmal de menesterosos, que se arrinconan como tierrelitas sumisas y abandonadas a su propia suerte por parte del Estado, no solo en los oscuros callejones y  aceras de la ciudad, sino que se apretujan agachados en las faldas de los cerros, para hacer sus necesidades, cuyas miserias, hoy en épocas de lluvia, llegan hasta la bahía más hermosa de América, pasando necesariamente por el atrio de la catedral , esculpida en su frontis como “ Madre de todas las iglesias de Colombia.” Todo ese lastre y el abono de esas heces de los miles de compatriotas y marginados ya residentes, quienes deben recurrir tantas veces a implorar la caridad pública o a delitos famélicos para poder llevar el pan a sus familias, sirven de caldo de cultivo, como aseguran los comunistas y los peluqueros de ayer, que tocaban guitarra y hablaban mal de gobierno.

Venezuela se arropó desesperadamente con Chávez y el modelo bolivariano, cansada y fatigada en demasía por la corrupción de sus partidos tradicionales y la falta de justicia social y la profundidad de la brecha entre los que lo tenían todo y los que carecían de lo más elemental, la salud, la educación y un techo propio. Y así exactamente, más temprano que tarde nos llegarán los lamentos a nosotros. Para muestra no un botón, sino dos, en el Magdalena.

Registra Stephan Zweig en su obra María Antonieta, que el 14 de julio de 1.789 Luis XVI, hombre comodón y flemático, sin curiosidad por nada, se va a la cama y duerme sin importarle lo que suceda en el universo. Llega entonces el duque de Liancourt, a todo galope al palacio de Versalles, en un caballo cubierto de espuma, para traer sucesos de París. decláranle que el rey está durmiendo. Insiste en que lo despierten y al fin lo dejan entrar al santuario del sueño. Comunica: “La Bastilla tomada por asalto, el Gobernador, asesinado y su cabeza clavada en una pica es llevada por toda la ciudad. ¿Pero eso, es una revuelta ?, balbucea, espantado el infeliz soberano. Más con despiadada severidad corrige el mal mensajero: No Sire, es una revolución.”

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