Las Familias Tradicionales de Santa Marta y el Magdalena y su legado infame

Por: Jorge Armando Beleño Crespo

Sin agua potable en las casas, aguas negras regadas en las calles por días, sin acueductos, sin alcantarillados; puestos de salud sin médicos, sin enfermeras e insumos; colegios sin terminar, colegios sin profesores, colegios sin dotación de libros, sin computadores, sin conexión a internet; centenares de familias sin vivienda digna, sin empleo, sin capacitación, sin acceso a proyectos productivos; niños sin donde jugar, sin donde instruirse en las artes y la música, sin estímulos y sin apoyo educativo; hogares enteros aguantando física hambre, desnutrición infantil, inseguridad alimentaria; “elefantes blancos” por doquier, obras innecesarias, sin vías de acceso a corregimientos y veredas, vías pantanosas, vías que no soportan la lluvia. Lo anterior parece las imágenes de una película apocalíptica, pero es la ciudad de Santa Marta y el departamento del Magdalena hasta el año 2011, el legado infame heredado de las familias tradicionales de la ciudad -ahora en adelante fatras-; quienes en el ejercicio consuetudinario del servicio público su principio fundamental fue vivir de la política alejándose del ideario utópico vivir para la política, servir a la causa colectiva, a la acción social responsable. Con sus prácticas y comportamientos administrativos convirtieron el día en noche para centenares de personas desprotegidas que siguen hoy luchando la vida contra la ignominia.

No soy militante de ningún partido, ni movimiento político por lo tanto no estoy obligado a someterme al silencio, a la disciplina, lo que tengo es la responsabilidad civil e intelectual de señalar lo evidente, de aquello que nos aqueja social, política y económicamente para que no se nos olvide. Por lo tanto, para ir cerrando ciclos, heridas, tristezas y desengaños es la oportunidad de recuperar pendientes con las fatras de Santa Marta y el Magdalena. Éstas tuvieron en sus manos la ciudad y el departamento por décadas para transformarlo, modernizarlo, democratizarlo, hacer del gobierno un conjunto de instituciones que proporcionara bien público y, no, no lo hicieron. En cambio, fueron una elite oprobiosa que no procuró por el ejercicio de una ética política, fueron altivos y arrogantes contra un pueblo que confió en ellas como la oportunidad para salir del atraso y, lo que recibió de vuelta fue la profundización de su propia pobreza, de su desidia social. Las fatras no fueron responsables con la majestad púbica, la responsabilidad delegada, no se entregaron a la causa común, al bienestar de los de abajo, de los necesitados y, esa es un estigma espiritual que hoy las tiene perdidas en el horizonte político porque no saben cómo lavarse la culpa, están desacreditadas ante la gente, sin ideas, sin lideres atractivos ni capacidad de reacción ante los nuevos vientos.

Durante el gobierno de las fatras la ciudad y el departamento vivieron una defenestración administrativa. Vimos nacer y consolidarse una burocracia samaria que se repartía lo público a pedazos; una burocracia ambiciosa distribuyéndose los más variados e importantes cargos públicos. La flor y nata, la seudo-aristocracía construyó una injuriosa barrera social que profundizó la pobreza existente. Pero, estratégicamente se equivocaron en el movimiento de sus fichas, en el relevo del poder, escogiendo hombres seductores cuyo principal talento era la mentira sin ser descubiertos. Éstas en vez de dar oportunidades al hijo del pescador, al del vendedor ambulante, al de la profesora, impulsar la movilidad social del resto de la población, en lo que concentraron fue confraternizar entre ellas, establecer alianzas de todo tipo, imponer un liderazgo patrimonial – burocrático, que consistió, en el gobierno de la administración pública como parte de su patrimonio y reservando los puestos para sus integrantes. El poder, la administración nunca fue compartida con el pueblo, éste en cambio era percibido como enjambres de obreros, de zarrapastrosos, de negros, de indios, de ingenuos, de gente sucia y miserable que debía seguir habitando las fronteras marginales de la ciudad y los pueblos.  Entonces, con esta desarmonización de territorio local y regional lo que tuvimos fue un hueco negro, sin ilusiones, sin esperanzas y, ninguna de las fatras intentó sacarnos del foso o al menos tirarnos un salvavidas. En resumen, en su tiempo fueron un fracaso, defensores de una causa nociva para el colectivo.

Entre tanto, por si fuese poco, en la psiquis de las fatras residía una idea hostil e intransigente, aceptada por sus integrantes como ley universal, como sí se tratase de un código sagrado, un mantra, de que ellas poseen un privilegio excepcional que los ubicaba jerárquicamente por encima del resto de las personas en la estructura social. Así pues, la administración de lo público era percibido como parte de su propiedad, una finca, una empresa más de su peculio y, en consecuencia, el arte de gobernar fue entendida al igual que una extensión de sus dominios, incapaces de diferenciar su patrimonio personal del patrimonio colectivo; característica evidente del estado patrimonial, ruin y pervertido que asfixia al desvalido, al proletario. En todo caso, para poder entender este comportamiento disruptivo hay que buscar las claves en el contexto histórico de sus prácticas administrativas, el nepotismo y el sostenimiento de grandes clientelas, masas de votantes, mantenidos a través de la transacción de favores políticos y administrativos entre ellas y una parte del pueblo.

En todo caso, sería irresponsable presuponer que las fatras son viles por el simple suceso de existir, ni tampoco la raíz de todos los males de estas tierras,  de seguro cuentan con personas nobles, integras, bondadosas y comprometidas con el bien colectivo, pero su proceder dejó sembrado en el alma de la gente la semilla de la desconfianza y el desagrado por todas las actuaciones públicas, o persona que descienda de ellas; de manera que este pueblo está necesitando, hoy más que nunca, de igualdad y justicia social, de la restauración de su dignidad. En fin, las fatras son un colectivo que le tuvieron miedo a su corazón y se dejaron llevar por el ímpetu de su ambición.  En este contexto, de hechos notorios, las fatras adeudan a Santa Marta y el Magdalena un mea culpa, una solicitud de perdón, redimirse con el pueblo que se siente traicionado y expoliados por ellas.

Un pueblo adolorido que bajo su hegemonía no adquirió bienestar integral, ni desarrolló sus derechos sociales. Nos deben esa explicación por lo menos, por su inmoralidad, sus actos antiéticos, su codicia sin escrúpulos. Sólo así podremos repararnos como sociedad, unirnos todos alrededor de causas justas, sin pasiones, sin rencores entre nosotros entendiendo que los principios fundamentales de la paz no son los líderes, ni las familias sino el bienestar social colectivo, la integridad personal, la moralidad de la acción social y la ética política de la administración pública.

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