EL BAUL DE LOS RECUERDOS X

Por: Pedro Segrera Jaramillo

                                 “Hoy, es el mañana, que ayer, que tanto nos preocupaba”

Lo cierto es todo tiempo pasado fue mejor, muy a pesar de que hay que tener en cuenta que hoy será el ayer de otros, y para muchos los recuerdos de nosotros, no son sino nostalgias de viejos, a las cuales nos aferramos en el afán de no llevarnos esas imágenes al Cielo, porque el purgatorio y el limbo le dieron de baja, el otro día. El tuerto Núñez, Director del Gimnasio Santa Marta, quien dese ése plantel educativo forjó muchas generaciones y por él tengo una inmensa gratitud ya que desde ahí nació mi interés por la literatura y los pensamientos interesantes. Todos los días al entrar a clases, él estaba consignando una frase en el pizarrón de la entrada sostenido por dos tarugos pendulares, con una letra impecable y no muy fácil por ser en tiza.  La otra enseñanza, al profesor Pedro Pablo Vargas Prins, profesor de historia en el colegio Fernández Baena, de Cartagena, donde estuve interno y en 1.964 me hice bachiller.

Sostenía Manuel Gregorio Núñez, con esa malicia y sorna con que auscultaba a todos sus alumnos y a los  hábitos del pueblo, a raíz de unas bancas  enormes en concreto,de granito lavado y granos blancos con fondo amarillo,  que colocara en  el Camellón, Enrique Maya, a la sazón Secretario de obras Públicas,  que, quienes se sentaban mirando al mar son cachacos y los en sentido contrario eran samarios, quienes siempre le habían dado la espalda a la bahía más hermosa del mundo” y eso era cierto, la costumbre de todas  las edades era sentarnos en las tardes y hasta bien entrada la noche,  a despellejar a los que paseaban en grupos o circulaban en vehículos por la primera. Ese era el escenario ritual y la distracción diaria.

En ese plantel de tan grata recordación, muy a pesar del terror y mano fuerte de su rector, quien con “la maricutana” en mano, iba dictando las reglas del orden académico y arrojándonos cualquier objeto a su alcance cuando las respuestas no eran correctas, estuvimos desde tercero de primaria hasta tercero de bachillerato, porque ya no había más cursos.

Los recuerdos traen a mi memoria varios compañeros de ése querido colegio, Juan Campo, consentido del General Campo Serrano, y heredero único testamentariamente, tenía desde muchacho una desalineación y desbalanceo visual, que la costumbre lo convirtió en su encanto. Prueba de ello, que consiguió novia y se casó primero que todos nosotros.  Sigue siendo una incógnita, que estrategia implementaría para enamorar a Mireya, desde sus escasos quince años, hija del Capitán Morales, un militar cachaco, de férreo gesto, a quien sólo le faltaba, portar el sable de la caballería, su regimiento.  Es necesario aclarar, para efectos de parte interesada, que Campo Oriyú, un indígena Wayúu, adoptado con mucho cariño por esa familia, se hizo Abogado y unió su casta con una dama española, fruto de ese amor, Fatima, Arquitecta, reflejo de Pocahontas. El gordo Mercado, a quien lidiarlo, era más fácil envolver un gallo en un papel periódico. Osvaldo Morales sereno y silenciosamente cariñoso. El Titi Vergara como un kikiriquí enano, siempre buscando con quien pelear. Humberto Vittorino, de ascendencia italiana. Eduardo Dávila, y sus dos hermanos menores Chelo y Richard quienes se crecieron después de haber cruzado el Atlántico. Ismael y Jorge Pacheco Hoyos, de ascendencia santandereana, intachables alumnos, primos de las pio pio Durán. Damasito Rosado, pero negro de color, desordenado como el que más, parecía una cabra sin cabuya. Lucho Aarón, con una tranquilidad que todavía conserva. Nando Valencia, a quien apodamos “Calabaza” fue de los pocos que consiguió estatus académico al igual que Alfredo Méndez Alzamora, menor en edad, pero superior en inteligencia, a quien le decían “Porky”, por el gordito de las historietas, llegaba a clases con pantalones cortos, excelente conservador y mejor conversador. Los hermanos Bermúdez, Bernardo, engreído y distante y Carlos de una simpatía y sencillez arrolladora. Juancho Fernández Manjarrés, oriundo de Gaira, en donde vivía con su madre Antonia, a quien recuerdo, con especial cariño.  José Tomás Pájaro Ingeniero Civil, siempre tan taciturno y solitario. Los dos últimos de este mosaico, los reservo para mis mejores amigos, Alfonso Angulo Pinedo Medico, cuyo padre de reconocida pulcritud puesta a prueba, fue Contralor por años, y una de las familias que habitaban en el entorno del “Parque de los Novios” y Ángel Ceballos Mendoza, el mayor de los hijos del compadre de mi Papá y uno de los mejores Patólogos del País, cuyo reconocimiento profesional, trasciende científicamente. Su hermano Julio, también estudiaba en otros cursos y a veces se le trababa la Caja al hablar, igual que a Doris, la muñeca de la casa. ambos me distinguieron siempre con su amistad, evidentemente bien correspondida. en las tardes, veíamos pasar los estudiantes internos del “Liceo del Caribe”, del profesor Rafael Guerra, con batas de tricolores, y sendas toallas en el hombro, vía al mar, con un ruido trepidante de los zuecos de madera, que hacían los presos de la cárcel, ya que todavía no se habían inventado las chancletas plásticas, semejando una recua de caballos en un estricto orden desordenado. Varios de esos amigos, ya se fueron, mientras los sobrevivientes, nos resistimos, con la ilusión de ver crecer a nuestros nietos, pero sin lugar a duda, cualquier día de estos, el enigmático Señor Núñez, nos estará esperando, regla en mano para corregirnos una vez más.

El camellón era el Circo Romano, la espina dorsal que articulaba cualquier actividad. El Ágora para las discusiones sobre los aconteceres políticos, las reuniones de grupos preparativos de teatro, el santuario para las citas de los enamorados o simplemente la vitrina y pasarela para que las niñas en edad de merecer desfilaran con sus mejores galas. Todo se desenvolvía ahí, el rebusque de los pocos maricas que se atrevían a salir del escaparate y que montaban sus trasmallos para pescar Púberes en medio de la penumbra, cerca de la arena, siendo las bancas de tiritas de madera zunchadas con hierro, testigos de excepción, conjuntamente con los faroles coloniales.  los muy pocos y distraídos agentes de policía jamás necesitaron un arma distinta a un bolillo de madera, desteñidos por la falta de uso.  Los vendedores de paletas de agua, en carritos metálicos pintados de blanco con la marca “Nevados” recorrían tantas veces al compás del sonar alegre de sus campanitas mientras los del raspao se estacionaban para ofrecer sus copos de nieve, con frascos de vidrios de colores que ofrecían en sus vientres, esencias de cola, naranja, tamarindo o limón.  las empleadas del servicio también se agrupaban, para criticar seguramente la mezquindad de sus patronos y las dedicadas a la profesión más antigua del mundo, ofrecían a precio de gallinas flacas sus abultados pechos a la necesitada clientela, en el sector arrimado al Muelle de Cabotaje.  En las noches, ahí estaban grupos de estudiantes de bachillerato, quienes amanecían aprovechando la luz del alumbrado público, en víspera de los exámenes finales. Las camionetas de platón conducidas por jóvenes, apretujadas de amigos, daban vueltas y revueltas en ésa entonces doble vía, semejando un raly de mostrador. En las temporadas de vacaciones, llegaban buses repletos con excursiones de cachacas de colegios del interior que se hospedaban en el Park Hotel y Residencias Miramar y hordas de criollitos se engalanaban para servirles de chaperones, con la ilusión de gozar de unos amores furtivos.

Frente al Camellón, más tarde, el Restaurante Panamerican, casi una insignia de nuestra ciudad, se convertía en el sitio de encuentro de privilegio, donde los hijos de Pacho Díaz, le imprimieron un estilo europeo, tanto en su decoración, gastronomía y atención, que nada tenía que envidiarle a ningún sitio elegante en el mundo.  Ceballos, su administrador, tenía una hermosa y perfecta caligrafía, que signaba en tinta negra Parker el menú del día en cada mesa. Mantilla, gordo y cariñoso siempre, durante mucho tiempo atendió gentilmente a tan distinguida clientela, y el Mono, quien ingresó muy joven, lo vimos transcurrir en el tiempo sin darnos cuenta, hasta cuando salió con pasos muy lentos. Los fines de semana, deleitaban con noches musicales, el trio Visbal y Góngora, tocaban guitarra y contrabajo, quienes se sonreían tímidamente entre sí, como para darle un encanto a ésos boleros románticos e inolvidables.  Después en la otra punta del Camellón, “La Viña del Mar” con un ambiente más popular, Américo, con un caminar de loro, servía a las mesas la deliciosa Cassata, el Peach Melba, y la Banana Split.  Jamás en ninguno de estos dos sitios, hubo una pelea, y todo se vivía en armonía que enmarcó la cultura de ésa época y que tuvimos la bendición de vivir. En el Panamerican Las Jóvenes se convertían en asiduas de mesas coloquiales en la terraza exterior, coqueteando en el afán de conseguir novio, mientras en las estancias de adentro, en el bar y restaurante se fraguaban las componendas políticas de ocasión. Sólo dos incidentes caben registrar, protagonizado por el personaje más controvertido de ésa época, Nacho Vives, quien, estando ahí sentado, tuvo un altercado con un policía a quien humilló y el asustado y tembloroso agente, sacó el revólver para intimidarle, pero ante la imponencia del Senador, su estatura y voz de agravio, fue incapaz de accionarlo. Al punto de tal espectáculo, apareció un oficial y le propinó una cachetada a su subalterno gritándole: la próxima vez que saque su arma, dispare, no sea pendejo. La otra, en una ocasión, al pasar en su automóvil Oldsmobile por más señas dorado con blanco, y al ver una mesa grande donde departían sus primos seguramente en un encuentro de familia, José Ignacio se parqueó y bajándose del vehículo, gritó voz en cuello: “Quien los ve, todos tan lindos. Juntos no hacen un Bachillerato completo.”.

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